domingo, 29 de enero de 2012

Elegancia inherente

No he querido profundizar en la razón que llevó al grupo a utilizar esa portada para el No more shall we part. No sé si es porque lo pintó el mismísimo Nick, porque era un cuadro que su abuela tenía colgado en el pasillo y le recuerda a su niñez cuando iba allí los domingos por la tarde y le ponían roscos de vino con el vaso de leche, o si resulta que observándolo fue cuando decidió dedicarse a la música. En cualquiera de esos casos, la carpeta de este álbum no está ni para colgarla en la cocina. Parece uno de esos calendarios baratos de pared que regalan (regalaban) en las tiendas de muebles de los polígonos cuando ibas a preguntar por el precio de un tresillo.
Y, hasta aquí, todo lo malo que decir de este álbum. Ahora, el resto.

Hay dos voces que me destilan siempre un fondo de elegancia inherente. Se trata de las voces de los señores Glenn Danzig y Nick Cave. Y, esta semana, tocó disco del segundo.

Nick Cave no es el tío más famoso del mundo, estamos de acuerdo, pero tampoco es un Don Nadie en esto de la música. Australiano de nacimiento, Nick empezó en la música en un estilo nada parecido al que se deduce tras la escucha de este álbum. Con The Birthday Party, Cave y los suyos alarmaban y encandilaban a partes iguales en la tierra del canguro y el kiwi. Más tarde, y con un guiño a lo último publicado con the party, cambiaban su nombre al de Nick Cave and The Bad Seeds.

Si esto es lo primero que escuchamos de Nick Cave y sus semillas, posiblemente estemos comenzando la casa por el tejado, pero como de música se trata, que no de arquitectura, poco importa si ponemos primero las tejas y nos dedicamos más tarde a otras labores. Undécimo álbum de la banda. Primero tras una intensa rehabilitación de Cave de sus adicciones múltiples. Sosegado, profundo, oscuro. Con, ahora me pondré en plan somelier de pacotilla, tintes a lo Cohen en algunos temas (incluso en los arreglos). Nos deja un trabajo para escuchar sin prisa. Me ha traído aislamiento esta semana, y lo he agradecido. No es mal disco para meterse en el atasco matutino. Diría que pega con estar haciendo cosas profundamente cotidianas y darles un punto de video musical en blanco y negro a cámara lenta.

Pero mucho llevo escrito ya sin poner alguna muestra. Fifteen Feet of Pure White Snow es un temazo de principio a fin. Un crescendo, no el único de este trabajo, para quedarse enganchado sin poder despegarse.


Prueba de la falta de requisito por generar certeros disparos comerciales, la mayoría de temas sobrepasan los cinco minutos, dos de ellos generosamente los siete. Puede ser que haya coincidido con mi ánimo de esta semana pasada, pero me ha gustado que sea así. Que las melodías tengan tiempo de repetirse, de canonizarse en el sentido musical del término. Que vayan dejando poso y permitan reconocerlas después.

God is in the house es otro corte para sentarse en una butaca cómoda, tener los niños con la abuela, y ponerse a mirar por la ventana las luces rojas del autobús parado en el semáforo. Enorme.


Cosas buenas a tod@s.

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